Me he despertado
con un terrible dolor de cabeza. Enciendo un cigarrillo, la llama ilumina un
segundo la habitación que es un campo de batalla, nuestra ropa, los restos de la
borrachera, la almohada y tú sin funda.
Estoy sudando, esta
noche hace un bochorno insoportable. Me acerco a la ventana, cierro los ojos y
giro la cabeza en un intento de atrapar la ligera brisa que entra. Se me eriza la piel y aspiro un par de caladas
con placer.
Me gusta esta hora
cerca del amanecer, aún está oscuro pero hay unos sonidos que anuncian el alba.
Detesto los pájaros pero es en estos instantes cuando me encanta escuchar como
despiertan con su trino, canto, piar o como quiera que se llame, ya he dicho
que los detesto y pienso que se me va la olla divagando e intentando captar los
ecos nocturnos: la sirena de una ambulancia a lo lejos, el camión de la basura.
No son sonidos agradables pero es como si gradualmente rompieran la barrera entre
la noche y el día, como si poco a poco
te fueran advirtiendo de que pronto todo será distinto, las pesadillas se
acaban, los miedos se diluyen; el sopor del duerme-vela, la quietud, los
pensamientos y la inspiración se desvanecen lentamente.
Las voces de unos tíos
beodos me hacen sonreír y recordar que no es la primera vez que hemos llegado a
tu casa tambaleándonos, riendo como hienas. Siempre acabo descalza con la
carrera en la media y los tacones en la mano. Me suena casi a ritual; mientras tú
abres la puerta yo te miro, la camisa entreabierta, el pelo desordenado, coloco
tu flequillo y pienso que me encantas y lo que nos espera.
Es ahí en nuestros
combates, en el cuerpo a cuerpo donde nos volvemos vulnerables y el roce de tu
cuerpo y la electricidad que me produce el contacto con tu piel la que me hace
creer que realmente me quieres.
En el suelo hay tirado
un disco de Bessie Smith, con el ultimo vaso escuchamos Empty bed blues y pensar en esta canción me devuelve a la melancolía.
Apago mi cigarro, estrujándolo
contra el cenicero como si así quisiera apagar toda mi tristeza como si
redujese a cenizas mis paranoias. Entre nosotros nunca existieron reglas, nunca
nos pedíamos nada a cambio. Tú bebías de mi y yo de ti, pero no me puedo quitar
de la cabeza la idea de no volver a verte, tengo mil motivos para hacerlo pero
al final ninguno me convence.
El estomago me da
vueltas, siento nauseas y desde luego no es por la borrachera, es el temor a
que me despedaces y luego tener que recoger unos pedacitos tan minúsculos imposibles de reparar.
Intento saber
porque tengo tanto miedo, puede que sea esa absurda frialdad que a veces tratas
de mostrarme y demostrarte, ese afán por levantar la cabeza y fingir que nada
te importa.
Yo quiero que seamos lo que somos. No necesito que me digas que me quieres porque
no existe en nuestro vocabulario. Solo me gusta escuchar canciones y reír a tu lado, las camas revueltas, unas cervezas y fumarme un cigarro. No pido bailar vals, ni zapatitos de cristal. Pero no me jodas fingiendo indiferencia, eso es lo que me destroza.
La mañana y su luz se
filtran en la ventana, todo está en penumbra, parece un momento irreal, como si
fuera una escena de cine en blanco y negro. Recordaré esta luz porque se quedará
grabada no se donde en mi mente. Y me
acordaré de esta ventana, del cigarrillo
y de los puñeteros pájaros y la canción que me destrozará pero no podré dejar
de escucharla. Y seré capaz de conservar el recuerdo de la sensación de que se
apaga la noche y todo cambia y la magia ya no existe, y lo nuestro se diluye.